¿Por qué no hay una revolución? La necesidad de la dirección revolucionaria

 

“Al igual que la guerra, la gente no hace por gusto la revolución. Sin embargo, la diferencia radica en que,
en una guerra, el papel decisivo es la coacción; en una revolución no hay otra coacción que la de
las circunstancias. La revolución se produce cuando no queda ya otro camino”.
León Trotski, Historia de la Revolución Rusa, Cap. XLII “El arte de la insurrección”.

«Cuando el momento esté maduro, las cosas se moverán allí con enorme velocidad y energía,
pero puede pasar algo de tiempo hasta que se llegue a ese punto».
(Engels, 24 de octubre de 1891)

«Todo lo que existe merece perecer»

Hegel explicó que todo lo que existe merece perecer. Es decir, todo lo que existe contiene en sí mismo las semillas de su propia destrucción. Y así es. Durante mucho tiempo, parecía que el capitalismo había llegado para quedarse. La mayoría de las personas no cuestionaba el estado de cosas existente. Sus instituciones parecían sólidas. Incluso las crisis más graves acababan superándose, sin dejar aparentemente ningún rastro.

Pero las apariencias engañan. La dialéctica nos enseña que las cosas se transforman en su contrario. Tras un largo período de estancamiento político, los acontecimientos de los últimos años representan una ruptura fundamental de la situación a escala mundial.

La crisis de 2008 marcó un punto de inflexión en toda la situación. En realidad, los burgueses nunca han podido recuperarse de esa crisis. En su momento señalamos que todo intento de la burguesía por restablecer el equilibrio económico sólo serviría para destruir el equilibrio social y político. Y ese ha resultado ser literalmente el caso. Los burgueses recurrieron a medidas desesperadas para resolver esa crisis, gastando cantidades de dinero sin precedentes.

Repitieron esto a un nivel mucho más alto cuando la pandemia arrastró a la economía mundial a una recesión en 2020. Esto les permitió evitar un colapso inmediato. Pero sólo a costa de crear nuevas e insuperables contradicciones. Estas salen ahora a la luz en todas partes.

El sistema fue salvado por enormes cantidades de dinero del Estado, a pesar del consenso previo entre los burgueses de que el Estado no debía interferir en el mercado. Pero el dinero, como se dice, no crece en los árboles. El resultado de esta orgía de gasto, utilizando enormes sumas de dinero que no existía, ha sido para construir una gigantesca montaña de deuda. El total de la deuda mundial se acerca ahora a los 300 billones de dólares.

Esto no tiene ningún precedente histórico en tiempos de paz. Es cierto que la clase dirigente gastó sumas similares en la Segunda Guerra Mundial, que se liquidaron en el prolongado período de bonanza económica que siguió a la Guerra. Sin embargo, eso fue posible gracias a una peculiar concatenación de circunstancias, que hoy en día no se dan y que es poco probable que se repitan en el futuro.

El efecto inevitable de esta montaña de deuda es la inflación, que ahora se está haciendo sentir en el aumento de los precios de los productos básicos, el combustible, el gas y la electricidad, golpeando a los pobres.

La consecuencia inevitable es un nuevo período de inestabilidad económica, social y política. Los recientes acontecimientos en Kazajistán fueron una advertencia de lo que está por venir. Pueden repetirse en cualquier momento en un país tras otro.

La crisis actual no es meramente económica y financiera, sino que tiene un carácter social y político, incluso moral y psicológico. Se caracteriza por una inestabilidad sin precedentes en todos los países.

El sistema capitalista ha pasado por la crisis económica más grave de los últimos 300 años. Esto lo admiten todos los estrategas serios del capital. Además, millones de personas han perecido como consecuencia de la pandemia, que aún no ha sido superada, a pesar de las pretensiones de los burgueses.

De estos hechos sería sencillo deducir que ya existen las condiciones para la revolución socialista a escala mundial. Esto es perfectamente cierto. En un sentido general, es cierto desde hace mucho tiempo. Pero las perspectivas marxistas no se agotan en las generalidades.

No basta con repetir afirmaciones generales sobre la inevitabilidad de la revolución socialista. Hay que saber explicar por qué esto es cierto. Hegel señaló que la tarea de la ciencia no es acumular una masa de detalles, sino adquirir una comprensión racional. Esa es precisamente la tarea de los marxistas.

Con demasiada frecuencia, activistas de izquierda, e incluso algunos marxistas, recurren a citar interminables listas de estadísticas económicas, que pueden leerse fácilmente en las páginas de la prensa burguesa. Luego, al final, añaden la conclusión que «el socialismo es la respuesta» o palabras por el estilo. Esto puede ser perfectamente cierto, pero es una conclusión que no se basa en la lista de hechos y cifras, y por lo tanto tiene poca o ninguna validez. Un método tan mecánico sólo es indicativo de pereza mental y produce una reacción de aburrimiento e impaciencia en quienes ya lo han oído todo antes.

Las formulaciones y los esquemas abstractos no nos ayudarán a comprender las realidades concretas de la etapa por la que estamos pasando, como tampoco lo hará la mera repetición de consignas generales sobre la crisis del capitalismo, que pierden toda su fuerza y relevancia por el mero hecho de repetirse y quedan reducidas a un cliché vacío y sin sentido.

Debemos observar la situación tal y como se desarrolla concretamente en cada etapa. Y estamos obligados a responder a la pregunta, que se le habrá ocurrido a mucha gente: ustedes, los marxistas, dicen que el sistema capitalista está en crisis, y es evidente que es así. Pero, ¿por qué no ha habido una revolución?

La pregunta puede parecer ingenua. Pero es más seria de lo que puede pensarse. Y merece una cuidadosa consideración. Si hemos de ser sinceros, incluso algunas personas que se llaman marxistas se hacen la misma pregunta: ¿por qué, si hay una crisis tan profunda, no se han levantado las masas?

Me refiero a los llamados activistas, que muestran una actitud de supremo desprecio por las ideas y la teoría, y que imaginan que, corriendo como pollos sin cabeza, gritando por la revolución, de alguna manera provocarán la acción de las masas.

Recuerdo bien a esos líderes estudiantiles de ojos salvajes en París en 1968, y los veo ahora: burgueses barrigones y autocomplacientes que se mofan de los revolucionarios en general y, por ende, escupen su propio pasado. Confieso que esta transformación no me sorprendió. Ya estaba muy claro en mayo de 1968. No entendieron nada entonces, y entienden aún menos ahora.

Estos «activistas» se impacientan con las masas, y cuando su constante repetición de consignas «revolucionarias» vacías –que se asemejan a los conjuros mascullados de un viejo sacerdote cansado– no obtienen el resultado deseado, culpan a la clase obrera, se desmoralizan y caen en la inactividad. El activismo sin sentido y la apatía impotente no son más que las dos caras de una misma moneda.

No es tarea de los marxistas sostener un termómetro bajo la lengua de la clase obrera para tratar de determinar cuándo está lista para moverse. Tal termómetro nunca ha existido y nunca existirá. Y los acontecimientos no pueden acelerarse por la impaciencia.

¿Te parece que la situación avanza demasiado lentamente? Bueno, a todos nos gustaría que se desarrollara más rápido. Pero estas cosas llevan su tiempo y la impaciencia es nuestro enemigo más peligroso. No hay atajos. Trotski advirtió que tratar de cosechar donde no se ha sembrado conducirá inevitablemente a errores, ya sea de carácter ultraizquierdista u oportunista. Y si tratas de gritar más fuerte que la capacidad de tus cuerdas vocales, simplemente te quedarás sin voz.

Sin embargo, si, después de leer este breve artículo, realmente insistes en saber cuándo se moverán los trabajadores para derrocar el sistema capitalista, estoy dispuesto a darte una respuesta muy precisa.

Los trabajadores se moverán cuando estén preparados.

Ni un minuto antes.

Y ni un minuto después.

Geología y Sociología

El mero hecho de que se pueda plantear la pregunta de por qué no ha habido revolución revela algo más que un simple desconcierto. Sirve para exponer una completa ignorancia tanto de las leyes elementales de la revolución como de la forma en que las masas toman conciencia. Ninguno de los dos son procesos automáticos y mecánicos y, como veremos, ambos están estrechamente relacionados.

Empecemos, como siempre, por los principios fundamentales. La dialéctica nos enseña que existe un estrecho paralelismo entre la sociedad y la geología. La evidencia de nuestros sentidos nos dice que el suelo parece ser sólido y firme bajo nuestros pies («firme como una roca», como dice el refrán). Pero la geología nos enseña que las rocas no son en absoluto firmes y que el suelo se mueve constantemente bajo nuestros pies.

En la superficie, todo puede parecer tranquilo y reconfortantemente sólido. Pero debajo de la superficie, hay un vasto océano de roca líquida hirviente, con temperaturas y presiones inimaginables que buscan un punto débil en la superficie de la tierra. Finalmente, la fuerza elemental de la presión de abajo aumenta gradualmente hasta un punto en el que las barreras se rompen, y el magma finalmente se abre paso hacia la superficie en una violenta explosión, materializando colosales fuerzas reprimidas en una erupción volcánica.

Aquí tenemos una analogía muy precisa con la sociedad humana. En la superficie, todo está en calma, sólo perturbado por temblores ocasionales, que pasan, dejando el statu quo más o menos inalterado. Los defensores del statu quo se dejan engañar por la idea de que todo va bien. Pero bajo la superficie hay descontento, amargura, resentimiento y rabia, que se van acumulando lentamente hasta alcanzar el punto crítico en el que un terremoto social se hace inevitable.

El punto preciso en el que se producirá este cambio es imposible de predecir, al igual que es imposible predecir con precisión un terremoto, a pesar de todos los avances de la ciencia y la tecnología modernas. La ciencia nos informa de que la ciudad de San Francisco está construida sobre una falla de la corteza terrestre conocida como la Falla de San Andrés. Esto significa que, tarde o temprano, esa ciudad sufrirá un terremoto catastrófico.

Aunque nadie sabe cuándo ocurrirá, esto es bastante seguro. Y es igualmente cierto que las explosiones revolucionarias se producirán cuando la burguesía y sus estrategas, economistas y políticos a sueldo menos lo esperen.

En una frase maravillosamente gráfica, Trotski se refiere al «proceso molecular de la revolución», que se desarrolla de forma ininterrumpida en la mente de los trabajadores. Sin embargo, como este proceso es gradual y no afecta a la fisonomía política general de la sociedad, pasa desapercibido para todos, excepto para los marxistas.

Pero no todos los que se declaran marxistas han comprendido los principios y el método más elementales del marxismo. Lo vimos en Francia en mayo de 1968, cuando los sectarios ignorantes del tipo de Mandel, habían descartado por completo a los trabajadores franceses como «aburguesados» y «americanizados». Menos de cuatro millones de trabajadores estaban afiliados a sindicatos, pero 10 millones de trabajadores ocuparon las fábricas en la mayor huelga general revolucionaria de la historia. Sin embargo, si tales explosiones pueden conducir a una revolución socialista exitosa es otra cuestión completamente distinta.

En 1968, los trabajadores franceses tenían el poder en sus manos. El presidente De Gaulle informó al embajador estadounidense: «El juego ha terminado. En unos días los comunistas estarán en el poder». Y eso era totalmente posible. Si no tuvo lugar, la culpa no fue de la clase obrera, que hizo todo lo posible para llevar a cabo una revolución, sino de los dirigentes. Esta es la cuestión central a la que volveremos más adelante.

Condiciones para una revolución

Para tener éxito, una revolución socialista exige ciertas condiciones. Éstas tienen un carácter tanto objetivo como subjetivo.

El mero hecho de una crisis económica –en sí misma– no es suficiente para hacer una revolución. Tampoco lo es el descenso del nivel de vida. León Trotski señaló en una ocasión que si la pobreza fuera la causa de las revoluciones, las masas estarían siempre en estado de revuelta.

Algunos sectarios actúan como si las masas estuvieran efectivamente en un estado permanente de revuelta, siempre listas para la revolución. Pero no es así. Que el sistema capitalista está en una profunda crisis es un hecho evidente que no requiere demostración. Sin embargo, cómo lo perciben las masas es una cuestión totalmente diferente. Las ilusiones que se han ido construyendo a lo largo de muchos años y décadas no se desvanecerán fácilmente. Será necesaria una serie de profundas conmociones para destruir el equilibrio existente.

Es cierto que, objetivamente hablando, las condiciones para una revolución socialista no sólo existen, sino que han estado madurando durante algún tiempo. De hecho, están algo más que maduras. Pero la historia de la humanidad está hecha por las acciones de los hombres y las mujeres. Y como materialistas, sabemos que la conciencia humana en general no es revolucionaria, sino profundamente conservadora. La mente humana es extremadamente reacia a cualquier tipo de cambio.

Se trata de un mecanismo psicológico de autodefensa profundamente arraigado que hemos heredado de un pasado remoto, que hace tiempo se ha borrado de nuestra memoria, pero que deja una huella indeleble en nuestro subconsciente. Es una ley enraizada en el deseo de autoconservación.

En consecuencia, la conciencia de las masas siempre tiende a ir por detrás de los acontecimientos, y este retraso puede ser bastante considerable, ya que está condicionado por toda la experiencia anterior. Este es un hecho que debemos tener constantemente presente al analizar la situación actual.

Hay un viejo proverbio chino que nos dice que la mayor desgracia que le puede ocurrir a un hombre es vivir en tiempos interesantes. Cuando el suelo empieza a temblar bajo los pies, cuando los viejos templos y palacios se derrumban, es, al principio, una experiencia muy inquietante.

La gente correrá aquí y allá, tratando de encontrar seguridad. Pero en las viejas costumbres no hay seguridad. Por lo tanto, hay que abandonar las viejas costumbres y encontrar otras nuevas. Las profundas crisis ya han comenzado a sacudir la confianza de la gente en la sociedad existente.

Sin embargo, también es un hecho innegable que la mayoría de las personas se sienten más seguras y cómodas con el entorno familiar del mundo en el que han nacido y vivido la mayor parte de su vida. Incluso cuando los tiempos son malos, se aferran obstinadamente a la creencia de que mañana será mejor y que los «tiempos normales» acabarán volviendo.

Y cuando los revolucionarios señalan la necesidad de una revolución, su primera reacción es sacudir la cabeza y decir: «Más vale malo conocido que bueno por conocer». Y esa es una reacción perfectamente natural. La revolución es un salto en la oscuridad que les llevará a quién sabe dónde.

La fuerza de la inercia

La clase dominante tiene en sus manos armas muy poderosas para defender su riqueza y su poder: el Estado, el ejército, la policía, el poder judicial, las prisiones, los medios de comunicación y todo el sistema educativo. Pero el arma más poderosa de su arsenal no es ninguna de esas cosas. Es el poder de la rutina, que es el equivalente social de la fuerza de la inercia en la mecánica.

La fuerza de la inercia es una conocida ley que se aplica a todos los cuerpos, y que establece que siempre permanecerán en su estado, ya sea en reposo o en movimiento, a menos que se introduzca alguna causa externa que les haga alterar este estado, momento en el que se denomina resistencia o acción. Esta misma ley se aplica a la sociedad.

El capitalismo engendra hábitos de obediencia para toda la vida, que se trasladan fácilmente de la escuela a la cadena de producción de la fábrica y de ahí a los cuarteles.

El peso muerto de la tradición y la rutina diaria pesa sobre el cerebro de las personas y las obliga a obedecer sus dictámenes. Esto significa que las masas, al menos en un primer momento, siempre tomarán el camino de la menor resistencia. Pero al final, los embates de los grandes acontecimientos las obligarán a empezar a cuestionar los valores, la moral, la religión y las creencias que han conformado su pensamiento durante toda su vida.

Hacen falta acontecimientos colosales para sacudir a las masas de esta rutina que destruye la mente, para obligarlas a tomar conciencia de su verdadera posición, a cuestionar las viejas creencias que creían incuestionables y a sacar conclusiones revolucionarias. Esto inevitablemente lleva tiempo. Pero en el curso de una revolución, la conciencia de las masas experimenta un enorme impulso. Puede transformarse completamente en el espacio de 24 horas.

Vemos el mismo proceso en cada huelga. A menudo ocurre que los trabajadores más avanzados se sorprenden cuando algunos de los trabajadores más atrasados y conservadores se transforman de repente en los militantes más activos y enérgicos.

Una huelga es sólo una revolución en miniatura. Y en cualquier huelga, la importancia de la dirección es primordial en el proceso de desarrollo de la conciencia. Muy a menudo, un solo discurso audaz de un solo militante en una reunión de masas puede significar el éxito o el fracaso de una huelga. Esto nos lleva a la cuestión central.

El factor subjetivo en la historia

Los movimientos revolucionarios de masas espontáneos revelan el poder colosal de las masas. Pero sólo como un poder potencial, no actual. En ausencia del factor subjetivo, incluso el movimiento de masas más impresionante no puede resolver los problemas más importantes de la clase.

Aquí debemos entender que hay una diferencia fundamental entre la revolución socialista y las revoluciones burguesas del pasado. A diferencia de una revolución burguesa, una revolución socialista requiere del movimiento consciente de la clase obrera, que no sólo debe tomar las riendas del poder estatal en sus manos, sino también, desde el principio, asumir el control consciente de las fuerzas productivas.

A través del mecanismo de control obrero de las fábricas prepara el camino para una economía socialista planificada administrada democráticamente. Este no fue en absoluto el caso de las revoluciones burguesas del pasado, ya que la economía de mercado capitalista no requiere ningún tipo de planificación o intervención consciente.

El capitalismo surgió históricamente de forma espontánea, como consecuencia de la evolución de las fuerzas productivas bajo el feudalismo. Las teorías de los dirigentes revolucionarios burgueses, en la medida en que existían, no eran más que un reflejo inconsciente de las exigencias de la burguesía naciente, de sus valores, de su religión y de su moral.

La estrecha relación entre el protestantismo (y especialmente el calvinismo) y los valores de la burguesía naciente fue expuesta con gran detalle por Max Weber, aunque, como idealista, puso la relación patas arriba.

Un siglo más tarde, en Francia, el racionalismo de la Ilustración preparó teóricamente el terreno para la Gran Revolución Francesa, que proclamó audazmente el gobierno de la Razón, mientras que, en la práctica, preparó el terreno para el gobierno de la burguesía.

Ni que decir tiene que ni en su primer disfraz religioso, ni cuando más tarde se vistió con el espléndido manto de la Razón, las ideas rectoras representaban realmente los intereses crudos, materialistas y avaros de la burguesía. Por el contrario, esos disfraces eran absolutamente necesarios como medio de movilizar a las masas populares para que se rebelaran contra el viejo orden mientras luchaban bajo la bandera de sus futuros amos.

En la medida en que estas teorías no reflejaban adecuadamente (o incluso contradecían) los intereses de la clase burguesa ascendente, fueron desechadas sin miramientos y sustituidas por otras ideas que se ajustaban más adecuadamente al nuevo sistema social.

En las primeras etapas de la Revolución Inglesa, Oliver Cromwell tuvo que apartar a los elementos burgueses para completar el derrocamiento del viejo orden monárquico apoyándose en los elementos plebeyos y semiproletarios más revolucionarios. Defendió el Reino de Dios en la tierra para despertar a las masas.

Pero una vez cumplida esta tarea, se volvió contra el ala izquierda, aplastó a los Levellers (Niveladores) y abrió la puerta a la burguesía contrarrevolucionaria que procedió a llegar a un compromiso con el rey y que luego llevó a cabo la llamada Revolución Gloriosa de 1688, que finalmente estableció el dominio de la burguesía. Las viejas ideas de los puritanos fueron desechadas y éstos se vieron obligados a emigrar a las costas del Nuevo Mundo para practicar sus creencias religiosas.

Un proceso análogo puede observarse en la Revolución Francesa, donde la dictadura revolucionaria de los jacobinos, apoyada en las masas semiproletarias de los sans-culottes parisinos, fue derrocada primero por la reacción termidoriana y el Directorio, seguida por el Consulado y la dictadura de Napoleón Bonaparte, y finalmente por la restauración de los Borbones tras la batalla de Waterloo. La victoria final de la burguesía francesa sólo se aseguró tras la revolución de 1830 y la revolución proletaria derrotada de 1848.

La Revolución Rusa

El papel crucial del factor subjetivo puede mostrarse muy claramente en la Revolución Rusa. Lenin escribió en 1902:

“Sin teoría revolucionaria, no puede haber movimiento revolucionario. Nunca se insistirá lo bastante sobre esta idea, en una época en que la prédica del oportunismo en boga se conjuga con el apasionamiento por las formas más estrechas de la actividad práctica.” (V. I. Lenin, ¿Qué hacer?, Obras Completas, Ed. Cartago, Tomo V, p.425)

Y añadía que “sólo un partido dirigido por una teoría de vanguardia puede cumplir la misión de combatiente de vanguardia.” (Ibid. Pág. 426)

Ese no fue el caso de la revolución burguesa, por las razones que ya hemos expuesto. Pero era absolutamente necesario para el éxito de la revolución socialista, como vimos en 1917.

La Revolución de Febrero tuvo lugar sin ninguna dirección revolucionaria consciente. Los obreros y soldados (campesinos con uniforme) demostraron que eran lo suficientemente fuertes como para derrocar con éxito el régimen zarista que había gobernado Rusia durante siglos. Sin embargo, no tomaron el poder en sus manos. En su lugar, se produjo el aborto del Doble Poder que duró hasta que los soviets tomaron finalmente el poder en noviembre,[1] bajo la dirección de los bolcheviques.

¿Por qué los trabajadores no tomaron el poder en febrero? Por supuesto, se podría responder a esta pregunta con todo tipo de argumentos «inteligentes». Incluso algunos bolcheviques afirmaban que la razón residía en que el proletariado tenía que obedecer la «ley de hierro de las etapas históricas», que no podían «saltarse febrero» y que tenían que «pasar por la etapa de la revolución burguesa». En realidad, esta gente trataba de encubrir su propia cobardía, confusión e impotencia apelando a «factores objetivos». A esa gente, Lenin les respondió con desprecio:

“¿Por qué no tomaron el poder? El camarada Steklov dice que por esta o aquella razón. Eso no tiene sentido. El hecho es que el proletariado no está organizado y no tiene suficiente conciencia de clase. Es mejor admitirlo: la fuerza material está en las manos del proletariado pero la burguesía está preparada y tiene conciencia de clase. Este es un hecho monstruoso pero hay que admitirlo franca y abiertamente y debemos explicar al pueblo que no tomó el poder porque estaba desorganizado y no era lo suficientemente consciente” (Lenin, “Cartas sobre táctica”, en Obras Completas, vol. 36, pag. 437 Edición inglesa. Énfasis mío)

Seamos claros. Sin la presencia del Partido Bolchevique –de hecho, sin la presencia de dos hombres, Lenin y Trotski– la Revolución de Octubre nunca habría tenido lugar, habría sido abortada y habría terminado en una contrarrevolución y un régimen fascista.

En otras palabras, el poder de la clase obrera –que es un hecho– quedaría simplemente como un potencial. Y eso nunca es suficiente. Esa es la importancia colosal del factor subjetivo en la historia.

El colapso del centro

Las convulsiones revolucionarias están implícitas en toda la situación actual. Se producirán, como la noche sigue al día, haya o no un partido revolucionario. Pero en la guerra de clases, al igual que en las guerras entre naciones, la importancia de los buenos generales es un factor decisivo. Y ahí radica el problema.

Las masas se esfuerzan por encontrar una salida a esta pesadilla. Buscan un partido y un líder tras otro, desechando uno tras otro al basurero de la historia. Esto explica, en la actualidad, la extrema inestabilidad de la vida política en todos los países. El péndulo político oscila violentamente hacia la derecha, luego hacia la izquierda.

La principal víctima es ese peculiar animal que es el centro. Esto es motivo de grave preocupación entre los estrategas del capital, porque el centro representa una especie de punto de apoyo que equilibra los extremos de la izquierda y la derecha y los neutraliza. Es ese vago paisaje donde todas las líneas claras de demarcación se difuminan hasta el punto de ser nulas, donde la retórica vacía y las vagas promesas pasan por moneda real, o al menos por pagarés que pueden ser redimidos en alguna fecha futura (no especificada).

Durante mucho tiempo, el centro estuvo representado en Estados Unidos por dos partidos, el Republicano y el Demócrata, y en Gran Bretaña por los partidos Laborista y Conservador, que eran más o menos indistinguibles. Pero todo esto tenía una base material.

En el período de posguerra, cuando el capitalismo disfrutó de un auge económico sin precedentes, los partidos laboristas y socialdemócratas concedieron importantes reformas, como el Servicio Nacional de Salud gratuito en Gran Bretaña. Ese período hace tiempo que pasó a la historia.

Hoy en día, la clase dominante ni siquiera puede permitir que continúen las viejas conquistas, y mucho menos conceder nuevas reformas. La antigua certidumbre ha desaparecido y con ella, la antigua estabilidad. En todas partes hay turbulencias y crisis. La crisis del capitalismo es la crisis del reformismo.

El papel de la «izquierda»

La crisis del reformismo y el colapso del estalinismo significan que hay un vacío en la izquierda. Y como la naturaleza aborrece el vacío, hay que llenarlo. Como la tendencia marxista carece de fuerzas para llenarlo, ese espacio será ocupado por los reformistas de izquierda.

Por razones históricas que no podemos tratar aquí, las fuerzas genuinas del marxismo han retrocedido mucho. Dada la debilidad del factor subjetivo, es inevitable que cuando las masas despierten a la vida política, se dirijan a las organizaciones existentes y a los dirigentes conocidos, especialmente a los que tienen credenciales de «izquierda».

Por tanto, el período actual verá el surgimiento de tendencias reformistas de izquierda e incluso centristas. Pero éstas también serán puestas a prueba por las masas y, en muchos casos, tendrán un carácter meramente efímero.

Reconociendo este hecho, la tendencia marxista debe tener una actitud flexible hacia las izquierdas, prestándoles apoyo en la medida en que estén dispuestas a luchar contra los reformistas de derecha, pero criticándolas siempre que vacilen, hagan concesiones inaceptables y retrocedan ante las presiones de la opinión pública burguesa y de los traidores del ala derecha.

El deseo de lograr un cambio fundamental en la sociedad no puede limitarse a una clara comprensión del programa y las perspectivas. Implica también un elemento de fuerza de voluntad, o de voluntad de poder: es decir, la voluntad consciente de vencer, de conquistar, de barrer todos los obstáculos y cambiar la sociedad.

Esto, a su vez, debe basarse en una visión de futuro y en una confianza total en la capacidad de la clase obrera para cambiar la sociedad. Pero los reformistas de izquierda no tienen ninguna de las dos cosas. Por lo tanto, rehúyen constantemente el objetivo central.

Recurren a evasivas, postergan, buscan compromisos, lo que no es más que otra palabra para rendirse, ya que buscar un compromiso donde no es posible, tender puentes entre intereses de clase irreconciliables, es intentar la cuadratura del círculo. Las dudas, la ambigüedad y la indecisión son su esencia interna. El derrotismo está grabado en su alma y en su psique.

Naturalmente, no pueden admitirlo, ni siquiera ante sí mismos. Por el contrario, se convencen de que el suyo es el único camino verdadero y que cualquier otro curso les llevará inevitablemente al desastre. Encuentran mil razones para engañarse a sí mismos y, al estar tan convencidos, están mejor equipados para engañar a los demás.

En muchos casos, los izquierdistas son personas honestas. Sí, están completamente convencidos de la justicia de sus argumentos. Y un reformista de izquierda sincero puede hacer mucho más daño que uno no sincero. Su traición no es deliberada ni consciente. Las masas depositan toda su confianza en ellos y, por lo tanto, son conducidas con mayor seguridad a las fauces de la derrota.

Mártov era sin duda un hombre muy honesto y sincero, y también muy capaz e inteligente. Sin embargo, desempeñó un papel muy negativo en el destino de la Revolución Rusa.

El caso de Grecia

En el tormentoso periodo de los años ‘30, las organizaciones de masas de la socialdemocracia estaban en estado de ebullición. La crisis económica que siguió al Crash de Wall Street de 1929, el desempleo masivo resultante y el auge del fascismo en Europa, produjeron el fenómeno conocido por los marxistas como «centrismo» que, utilizando las palabras de Trotski, era «un nombre general para las más variadas tendencias y agrupaciones repartidas entre el reformismo y el marxismo.»

Sin embargo, en el período actual, el movimiento revolucionario en la sociedad no se ha reflejado generalmente en las filas de la socialdemocracia de la forma en que fue el caso en la década de 1930. Movimientos como Podemos en España, SYRIZA en Grecia y, en mucha menor medida, el movimiento detrás de Mélenchon en Francia, reflejaron parcialmente el creciente descontento. Pero todos ellos tenían una posición política muy confusa, y son sólo un pálido reflejo de las corrientes centristas de los años treinta.

En el caso de Grecia, en condiciones de extrema crisis social, SYRIZA, un pequeño partido de izquierdas surgido de una escisión de derechas del Partido Comunista Estalinista (KKE), creció rápidamente a costa del tradicional partido reformista de masas PASOK, que estaba ampliamente desacreditado a los ojos de las masas. SYRIZA llegó al poder en enero de 2015 con una victoria aplastante sobre la derechista Nueva Democracia.

Tras la crisis de 2008, Grecia estuvo al borde de la bancarrota. Fue uno de los países más castigados por la crisis de la deuda soberana europea. La UE, el FMI y el Banco Central Europeo se ofrecieron a rescatar a Grecia, pero a costa de imponer brutales medidas de austeridad. Esto suscitó un movimiento masivo de las masas contra la austeridad. En contraste con los gobiernos de Nueva Democracia y del PASOK, SYRIZA prometió el fin de la austeridad. Pero sobre la base de la crisis capitalista, eso era imposible.

Los patrones europeos vieron esto como una amenaza. Tenían que aplastar a SYRIZA, como una advertencia para otros, como Podemos en España, que podrían estar tentados de seguir su ejemplo. Estaban decididos a socavar y destruir el gobierno de izquierda por cualquier medio posible. En estas condiciones era absolutamente correcto convocar un referéndum, para movilizar a las masas detrás del gobierno y contra la austeridad.

Las condiciones de rescate ofrecidas por los líderes de la UE fueron rechazadas de forma contundente en el referéndum del 5 de julio de 2015, cuando el 62% votó «NO». Ante este rotundo resultado, ¿quién se atreve a dudar del espíritu de lucha de la clase obrera griega? No solo los trabajadores, sino todas las capas de la población se movilizaron para luchar. Todas las capas, excepto las que se suponía que debían dar un paso adelante.

Si Tsipras fuera marxista, podría haber utilizado el movimiento para cambiar la sociedad, llamando a los trabajadores a ocupar los bancos y las fábricas. El pueblo griego habría estado dispuesto a aceptar las dificultades, como lo estuvieron los trabajadores rusos tras la revolución de 1917.

Una política revolucionaria, respaldada por un llamamiento internacionalista, habría tenido un efecto electrizante sobre los trabajadores del resto de Europa y del mundo. Las masas de España, Italia, Francia y otros países habrían respondido con entusiasmo a un llamamiento a la solidaridad internacional del atribulado pueblo griego. Las manifestaciones y huelgas se habrían sucedido, obligando a los banqueros y capitalistas a ponerse a la defensiva y abriendo la puerta a posibilidades revolucionarias en todas partes.

La cuestión se planteó a bocajarro: o se lucha hasta el final o se sufre una derrota ignominiosa. Pero los reformistas de izquierda nunca luchan hasta el final. Siempre buscan el camino de la menor resistencia y buscan el compromiso con la clase dominante. Los negociadores de SYRIZA intentaron jugar con las palabras, dar rodeos y ofrecer soluciones a medias que no resolvían nada. Pero la otra parte no estaba interesada en el compromiso.

Al final, los burgueses europeos les llamaron la atención. Enfrentado a una clara opción de luchar o rendirse, Tsipras eligió la segunda opción. Aceptó condiciones mucho más duras que las que el pueblo griego había rechazado tan decisivamente en el referéndum. Tras esta rendición, Tsipras y su equipo aceptaron servilmente los dictados de Bruselas y Berlín. Una ola de ira fue seguida por la desilusión y la desesperación.

Tal es la consecuencia inevitable de la confusión reformista de la izquierda.

Podemos

En España, Podemos, al igual que SYRIZA, se convirtió en una fuerza de masas en un corto espacio de tiempo, reflejando el ardiente deseo de un cambio por parte de las masas que buscaban una ruptura definitiva con el pasado.

Los principales dirigentes de Podemos estaban influidos por la Revolución Bolivariana en Venezuela. Pero fueron completamente incapaces de absorber las lecciones de su fuerza: la necesidad de movilizar a las masas con un mensaje revolucionario audaz.

En su lugar, sólo copiaron el lado más débil del Movimiento Bolivariano: su falta de claridad teórica, sus mensajes ambiguos y su negativa a llevar la revolución hasta el final. En una palabra, copiaron los rasgos negativos que finalmente condujeron al naufragio de la Revolución venezolana.

Las esperanzas de millones de personas fueron despertadas por Podemos. Gracias a la retórica radical de su líder Pablo Iglesias, Podemos pasó de ser una formación desconocida a estar primera en las encuestas. Pero cuanto más se acercaban al poder, Pablo Iglesias y los demás dirigentes de Podemos atenuaban su mensaje.

En lugar de luchar por superar al socialdemócrata PSOE por la izquierda, se conformaron con aceptar cargos ministeriales como socios menores en un gobierno de coalición con el PSOE. En lugar de una ruptura radical con el capitalismo, participaron en un gobierno que consideraba que su principal tarea era gestionar la crisis del capitalismo español.

A cambio de unas pocas carteras ministeriales, Unidas Podemos (UP), como se llama hoy, se ha convertido en corresponsable de un gobierno que envió a la policía antidisturbios contra los trabajadores del metal en huelga en Cádiz y ahora está gestionando los fondos europeos, que vienen con condiciones de austeridad.

Como resultado, el apoyo a UP se ha desplomado, el partido está en constante crisis y ha perdido la mayor parte de su base activa. Ahora es una mera cáscara de lo que prometió ser al principio. El potencial revolucionario inherente al movimiento se ha dilapidado, lo que ha provocado una desmoralización generalizada entre los trabajadores y los jóvenes más avanzados. Este es el resultado lógico del reformismo de izquierda.

Las lecciones de Corbyn

El éxito más sorprendente del reformismo de izquierdas fue la elección de Jeremy Corbyn como líder del Partido Laborista. El punto principal aquí es que Corbyn aprovechó los sentimientos soterrados de descontento con el establishment y el statu quo. Obtuvo una victoria decisiva, recibiendo casi el 60% de los votos en las elecciones para la dirección del partido. De repente se abrieron las compuertas y cientos de miles de nuevos miembros se unieron al partido para apoyarlo. Estaban listos y dispuestos a luchar contra la derecha.

La clase dirigente estaba aterrorizada. Se daban las condiciones para una transformación de raíz del Partido Laborista. Se estaban considerando planes para introducir la reelección obligatoria de los diputados laboristas, para forzar las elecciones parciales de los diputados que se salieran de la línea, y para reforzar los poderes de los militantes. La derecha estaba desesperada. Varios diputados blairistas abandonaron el partido.

Sin embargo, los reformistas de la derecha contaban con el apoyo de la clase dominante y de los medios de comunicación que organizaron una feroz campaña contra Corbyn con la intención de obligarlo a dimitir. El resultado fue el estallido de una guerra civil dentro del Partido Laborista. Pero tuvo un carácter muy unilateral.

En estas circunstancias, la división del Partido Laborista parecía inevitable. Los blairistas se estaban preparando claramente para ello. Los estrategas del capital ya habían sacado la conclusión lógica. Pero al final, todo esto no condujo a ninguna parte. Los corbynistas fueron derrotados por la derecha. ¿Por qué? ¿Cómo fue posible, cuando Corbyn gozaba de un apoyo masivo en las bases laboristas? La respuesta está en la propia naturaleza del reformismo de izquierdas.

El papel más pernicioso lo desempeñó el movimiento pro-Corbyn Momentum. Éste podría haberse convertido en un punto de encuentro para miles de activistas. Se celebraron grandes reuniones de Momentum en distintas partes del país, en las que se percibía un estado de ánimo muy furioso y radical.

Pero la derecha mostraba toda la determinación que brillaba por su ausencia en la izquierda. Los dirigentes de Momentum tenían más miedo a las bases que a la derecha. A cada paso, frenaron y sabotearon la campaña para destituir a los diputados laboristas de derechas, algo que los marxistas exigían sistemáticamente desde el principio y que contaba con un amplio apoyo en las bases. Como resultado, los miembros del Partido estaban luchando con las dos manos atadas a la espalda.

Pero un elemento fatal fue el papel desempeñado por el propio Corbyn. La izquierda, empezando por el propio Corbyn, no estaba dispuesta a llevar a cabo una lucha seria contra el ala derecha del grupo parlamentario laborista (PLP).

La excusa fue que «estamos a favor de la unidad». Temían una ruptura con el ala derecha del PLP. Pero eso era absolutamente necesario si no se quería destruir por completo los logros de la izquierda. Y eso fue precisamente lo que ocurrió.

La derecha sabe muy bien a qué atenerse. Llevaron a cabo una política agresiva contra la izquierda, y contra los marxistas en particular, y estaban dispuestos a llegar hasta el final, sin importar las consecuencias.

Ni que decir tiene que, cuando la derecha pasó a la ofensiva, no dio muestras de la pusilanimidad de la izquierda. Lanzaron un ataque feroz, utilizando todo el poder de los medios de comunicación burgueses para calumniar y desacreditar a Corbyn. Al final, lo expulsaron efectivamente, junto con un gran número de izquierdistas.

Naturalmente, la tendencia marxista fue el principal objetivo. Socialist Appeal fue proscrito, pero organizó un contraataque muy eficaz, que obtuvo mucho apoyo. Por el contrario, la izquierda se comportó de forma cobarde, negándose a luchar contra la caza de brujas de Starmer, que pudo llevar a cabo hasta el final.

La crisis en Gran Bretaña

El episodio de Corbyn, que comenzó con tantas promesas, terminó en una vergonzosa derrota. Miles de personas han abandonado el Partido con disgusto y la izquierda fue completamente aplastada. Las enormes ilusiones despertadas por Corbyn han dado paso a un estado de ánimo de profundo escepticismo en el Partido Laborista.

Con el desmoronamiento de la izquierda, la situación actual se mueve en una dirección completamente diferente. Sin embargo, esto no es el final de la historia. Por razones objetivas y subjetivas, ahora está cada vez más claro que Gran Bretaña es uno de los elementos clave en la crisis del capitalismo europeo, si no el elemento clave. De ser el país más estable de Europa hace sólo unos años, Gran Bretaña es ahora probablemente el más inestable. Es ahora uno de los eslabones más débiles de la cadena del capitalismo europeo.

Derrotados en el plano político, los trabajadores se dirigen al frente industrial. Hay un comienzo de radicalización en los sindicatos. La crisis del gobierno de Johnson conducirá inevitablemente a su caída.

El péndulo volverá sin duda a la izquierda en el futuro, sobre todo si el Partido Laborista bajo la dirección de Keir Starmer y los blairistas llega al poder en condiciones de una profunda crisis social y económica. Eso sacará a la luz todas las contradicciones internas del Partido Laborista, que han quedado temporalmente sumergidas, pero que podrían reafirmarse con fuerza en el futuro.

Esto abrirá serias posibilidades para la tendencia marxista. Todo depende de nuestra capacidad de crecimiento. Y un crecimiento serio es posible ahora. Aunque todavía representamos un factor muy modesto en la situación, la sección británica de la Corriente Marxista Internacional tiene una base de cuadros experimentados, ha construido una base fuerte entre la juventud, una organización nacional y un periódico que es reconocido en el movimiento obrero.

En cualquier caso, nuestras fuerzas son mucho más fuertes que las que tenía Trotski en Gran Bretaña en los años ‘30 y tienen un nivel infinitamente superior. Con una táctica correcta, las posibilidades de crecimiento son bastante excepcionales.

Cambio en el ambiente

La crisis actual –que tiene un carácter internacional– es cualitativamente diferente a las crisis del pasado. En los últimos dos años, millones de personas de a pie han ido sacando conclusiones, de forma lenta pero segura. En todas partes, bajo la superficie de calma aparente, hay un enorme descontento. Las masas se ven invadidas por estados de ánimo de rabia, ira, un ardiente sentimiento de injusticia y, sobre todo, frustración, una frustración insoportable.

No dicen nada, sino que murmuran en voz baja que el estado actual de las cosas no se puede tolerar. La idea de que algo va mal en la sociedad actual está ganando terreno rápidamente. A corto plazo, por lo general, no están dispuestos a tomar medidas directas contra el orden establecido.

Tarde o temprano, con o sin el liderazgo necesario, pasarán a la acción para tomar su destino en sus manos. Ya hemos visto muchos ejemplos de ello. En los últimos años hemos visto poderosos movimientos revolucionarios o prerrevolucionarios en Chile, Sudán, Myanmar, Líbano, Hong Kong y otros.

La última novedad en esta lista fue el levantamiento popular en Kazajistán a principios de este año, que comenzó con las protestas de los trabajadores del petróleo por el aumento de los precios del combustible. Eso fue una advertencia. Las mismas presiones que llevaron a ese levantamiento están presentes en muchos otros países.

La clase dominante es consciente del peligro y los estrategas del capital hacen sombríos pronósticos para el próximo año. Durante un tiempo, el movimiento de los trabajadores se vio obstaculizado por el coronavirus. Pero ahora hay indicios de una reactivación de la lucha de clases. La subida de los precios y el descenso del nivel de vida estimulan el aumento de las huelgas.

Los llamamientos demagógicos a la unidad nacional son recibidos con escepticismo al quedar al descubierto el cinismo, la avaricia y el interés propio que la clase dominante mostró durante la pandemia. Un estado de ánimo de desilusión y rabia, que se estaba acumulando de forma constante, sale ahora a la luz. El apoyo al statu quo y a los gobiernos y líderes existentes está en rápido declive. Pero todo esto no conduce automáticamente a una revolución socialista exitosa.

Trotski dijo una vez sobre la Revolución Española que los trabajadores españoles podrían haber tomado el poder, no una sino diez veces. Pero también explicó que, sin una dirección adecuada, incluso las huelgas más tormentosas no resuelven nada.

Un período prolongado de revolución y contrarrevolución

Hay muchos paralelismos entre las décadas de 1920 y 1930, y la situación actual. Pero también hay importantes diferencias. Antes de la Segunda Guerra Mundial, una situación prerrevolucionaria no podía durar mucho tiempo y se zanjaba rápidamente con un movimiento en dirección a la revolución o a la contrarrevolución (el fascismo).

Pero ya no es así. Por un lado, la clase dominante carece de la base social de masas de la reacción que existía en el pasado. Por otro lado, la degeneración sin parangón de las organizaciones obreras actúa como una sólida barrera que impide al proletariado tomar el poder. Por lo tanto, la crisis actual se prolongará. Con altibajos, puede durar algunos años, aunque es imposible decir con precisión cuánto tiempo.

Cuando decimos que la crisis se prolongará, no significa en absoluto que será pacífica y tranquila. Al contrario. Hemos entrado en el período más turbulento y perturbador de la historia de los tiempos modernos. La crisis afectará a un país tras otro. La clase obrera tendrá muchas oportunidades de tomar el poder.

La situación lleva implícitos cambios bruscos y repentinos, que pueden transformarse en el espacio de 24 horas. Y debemos admitir honestamente que existe el peligro de caer en la rutina, utilizando pasivamente los mismos métodos de siempre y no aprovechando las nuevas oportunidades que se nos ofrecen.

En tales períodos, los marxistas deben mostrar el más alto nivel de energía, determinación y flexibilidad táctica, y llegar audazmente a las capas que se mueven en una dirección revolucionaria.

La situación actual puede durar algunos años sin producir una resolución decisiva. Pero este retraso no es malo. Al contrario, es enormemente favorable para nosotros, porque nos da tiempo –¡aunque no todo el tiempo del mundo! – para construir y fortalecer nuestra organización; para reclutar a los mejores trabajadores y jóvenes, para educarlos y formarlos.

En todas partes se observa una crisis de gobernabilidad y un estado de ánimo cada vez más crítico en la población, dirigido contra el establishment y todas sus instituciones. Sobre todo en el caso de los jóvenes, que son los más abiertos a las ideas revolucionarias más avanzadas.

El gran proceso de aprendizaje ha comenzado. Puede parecer que avanza lentamente. Pero la historia se mueve según sus propias leyes y a sus propias velocidades, que están determinadas por muchos factores, y no siempre son fáciles de precisar de antemano.

Hemos recibido muchos informes sobre el surgimiento de un movimiento hacia el comunismo entre los jóvenes. Incluso en las zonas más conservadoras del sur profundo de EEUU, hay importantes capas de jóvenes radicales que están llegando a considerarse comunistas.

No se trata de un fenómeno aislado. Son síntomas clave que revelan que algo muy importante está cambiando en la sociedad y los marxistas deben encontrar la manera de aprovecharlo.

¡Construir la CMI!

Tenemos que enfrentarnos a los hechos: el factor subjetivo ha retrocedido por una serie de factores objetivos, que no necesitamos explicar aquí. Existe de forma organizada en las filas de la Corriente Marxista Internacional, al menos en estado embrionario.

Pero un embrión es todavía una potencialidad abstracta. Para cumplir nuestro propósito y convertirnos en una fuerza real en la lucha de clases, debemos superar esta etapa.

La CMI ha logrado avances impresionantes. En todos los países hemos crecido, mientras que todos los demás grupos llamados de izquierda, que hace tiempo abandonaron el marxismo, están en crisis, dividiéndose y colapsando en todas partes.

Nuestros avances han sido posibles gracias a nuestra actitud intransigente con la teoría y nuestra concentración en la juventud. Como dijo Lenin: quien tiene a la juventud tiene el futuro. Sin embargo, debemos admitir que aún no estamos preparados para afrontar los enormes retos que nos esperan cuando menos lo esperemos.

Para que una organización revolucionaria pueda aprovechar al máximo una situación revolucionaria o prerrevolucionaria, es necesario contar con un mínimo de cuadros experimentados y una organización viable.

Una organización revolucionaria que aspire a desempeñar un papel dirigente necesita un cierto tamaño para hacerse ver en la clase obrera. Estas cosas no se pueden improvisar ni construir fácilmente al calor de los acontecimientos.

En definitiva, todo depende de nuestro crecimiento. Y eso llevará tiempo. Trotski escribió en noviembre de 1931: «En la actual situación mundial, el tiempo es la más preciosa de las materias primas.» Y estas palabras son más ciertas hoy que en cualquier otro período de la historia.

Debemos proceder con un sentido de urgencia. Porque si nuestras fuerzas no son suficientes para afrontar los retos de los próximos años, se perderán importantes oportunidades. Debemos estar preparados. Nuestro lema debe ser el del gran revolucionario francés Danton:

«¡De l’audace, encore de l’audace, et toujours de l’audace!»

¡Audacia, audacia y aún más audacia!

Londres, 1 de marzo de 2022


[1] La Revolución de Octubre tuvo lugar la noche del 24 al 25 de octubre en el antiguo calendario juliano, o del 6 al 7 de noviembre en el nuevo calendario gregoriano.

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