Legado revolucionario de Monseñor Romero

 

“Cuando la iglesia oye el llanto del oprimido no puede si no denunciar las estructuras sociales que alimentan y perpetúan la miseria de la cual proviene el grito” (Arzobispo Oscar A. Romero, marzo 11, 1979)

Un aspecto curioso de la vida de Romero es que no siempre fue “la voz de los sin vos”, ni el valiente religioso que se enfrentó a la oligarquía y denunció los atropellos hacia el pueblo, de hecho era un conservador que admiraba a la organización derechista del Opus Dei y amigo cercano de Molina, el conocido tirano. Por eso y otros aspectos no representaba una amenaza en ningún sentido para la oligarquía nacional en ese momento histórico en que la Teología de la Liberación tomaba auge en Latinoamérica y sacerdotes se pronunciaban a favor de los pobres y en contra de la explotación por parte del rico, como en el caso del colombiano Camilo Torres, quien no dudó en tener una postura mucho más radical al tomar las armas y declarar: “He  abandonado el hábito de sacerdote para convertirme en un verdadero sacerdote. Es el deber de cada católico el ser un revolucionario; es el deber de cada revolucionario llevar a cabo la revolución. El católico que no es un revolucionario está viviendo en pecado mortal”.

En 1968, los obispos católicos latinoamericanos se reunieron en Medellín, Colombia; llamando a toda la iglesia a apoyar a los pobres. Como era de suponerse, Romero no estuvo interesado en esto, llego incluso a oponerse a los proyectos de las Comunidades Eclesiales de Base por considerarlas muy radicales.

El 12 de marzo de 1977 el sacerdote jesuita, Rutilio Grande, es asesinado. Esto impactaría visiblemente en Romero quien conocía personalmente al sacerdote y le respetaba, por lo que se dio a la tarea de cuestionar públicamente por los responsables de la muerte del jesuita sin obtener respuesta, hechos que disgustaban a las élites que apoyaron el ascenso de Romero al arzobispado.

En la semana santa de 1978 el BPR ocupó la Catedral. Monseñor Romero pidió a las autoridades no intervenir, argumentando que, aunque no estaba de acuerdo con la ocupación, el gobierno no le dejaba a los trabajadores y campesinos otra alternativa. Posterior a estos hechos se puede evidenciar la radicalización del arzobispo y un cambio en su postura que lo lleva inevitablemente a seguir, quizás inconscientemente, los pasos de la Teología de la Liberación a pesar de las críticas que Romero hizo anteriormente a esta doctrina.

Vemos en la práctica que no se precisa vivir en círculos intelectuales académicos digiriendo teoría para jugar un papel revolucionario, ni tampoco debemos ver con desdén y una actitud sectaria a quienes profesan alguna religión. Sin embargo, lo anteriormente expuesto no debe implicar un menosprecio por la teoría y llevarnos al pragmatismo, ni a obviar las trabas que pueden significar los dogmas religiosos, mas eso es otro tema, enfoquemonos en el legado de Romero: él no fue un hombre de armas, pero jugó un papel importante, y es que la agitación y denuncia es de gran ayuda en un ambiente como el que le tocó vivir, donde las más mínima opinión contraria a los intereses oligarcas era sumamente subversiva. Por lo tanto la labor revolucionaria no debe enfocarse sólo en la visión romántica del guerrillero barbado escondido en las montañas, en especial durante la actualidad donde, como dice Eduardo Galeano, «los medios de información desinforman». Frente a la velocidad con que aparecen las noticias amarillistas, es necesario darle voz a «los sin voz» y destapar el velo de ilusiones, tal como lo hacía Romero al hacer de conocimiento público la podredumbre del sistema mientras los medios oficiales mentían al llamarnos «el país de la eterna sonrisa», así queda claro que hay diversidad de acciones que son claves para fortalecer y animar la lucha popular, y Romero nos dio su ejemplo.

 

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